Jornada Mundial de la Vida Consagrada 2021



El 2 de febrero, festividad de la Presentación del Señor, se celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada con el lema, » La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido».

El objetivo de esta jornada es ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca y dedicar su vida a Él.

Los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada han hecho público su mensaje con motivo de esta jornada.

En la actualidad, los consagrados también ayudan con una mirada especial a personas que experimentan nuevas formas de injusticia, aflicción y desesperanza: los afectados por la COVID-19.

Presentación
Testimonios
Magisterio
Subsidios
Oración
Misa pres{idida por el Papa Francisco


Presentación

La historia de la vida consagrada se cuenta por sus siglos, sus personas y sus frutos: desde su nacimiento hasta hoy, el suyo es un caudal ininterrumpido de vida y esperanza para el mundo. Así lo experimentamos cada día cuando somos capaces de descubrir la presencia sencilla de las personas consagradas en la Iglesia y en la sociedad, fermento de Cristo en la masa de la humanidad.
Y así lo recordamos con gratitud y compromiso cada 2 de febrero, fiesta de la Presentación de Jesús en el templo. Especialmente desde 1995, año en que san Juan Pablo II instituyó la Jornada de la Vida Consagrada con estas palabras:

La celebración de la Jornada de la Vida consagrada, que tendrá lugar por primera vez el próximo 2 de febrero, quiere ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos y, al mismo tiempo, quiere ser para las personas consagradas una ocasión propicia para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor (…).

A las personas consagradas, pues, quisiera repetir la invitación a mirar el futuro con esperanza, contando con la fidelidad de Dios y el poder de su gracia, capaz de obrar siempre nuevas maravillas: «¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas» (Vita consecrata, n. 110)1

Rememoramos hoy estos párrafos iniciales del papa en su Mensaje para aquel 2 de febrero porque este año alcanzamos una fecha redonda: veinticinco años de celebración agradecida de la Jornada de la Vida Consagrada. Una fecha que nos permite echar la vista atrás para presentar junto al Señor en el templo todo lo que hemos trabajado, orado, sufrido y esperado durante este tiempo en medio de los hombres y mujeres de nuestro mundo. Una fecha que nos impulsa asimismo a emprender un nuevo tramo del camino, sabiendo que seguimos llevando las candelas del Resucitado; lámparas de fuego capaces de alumbrar cualquier oscuridad, cualquier incertidumbre.

En consonancia con la sensibilidad y el magisterio eclesial de nuestros días, la XXV Jornada de la Vida Consagrada lleva por lema «La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido». De un modo sencillo, el lema se hace eco, por un lado, de la condición llagada del ser humano y de la creación entera, en la que todos nos sentimos reconocidos y espoleados;

Todo ello bajo la luz de la parábola del buen samaritano, un icono bellísimo que el papa Francisco ha querido revisitar y compartir en su última encíclica, Fratelli tutti, proponiéndolo como faro y horizonte para toda la familia eclesial y humana, para todos aquellos que queremos bregar unidos y animosos al soplo del Espíritu de Cristo, aun en medio de tormentas desconocidas e inesperadas.

Dentro de esta barca samaritana que cruza los mares del siglo XXI, reman con singular ahínco consagrados de toda edad, procedencia, carisma y misión. Por ello, las palabras del papa resuenan hoy con un eco propio para las personas, comunidades y obras que viven y llevan adelante en medio del mundo una especial consagración:
Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad. Entre todos: «He ahí un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una hermosa aventura. Nadie puede pelear la vida aisladamente. (…) Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos! (…) Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos»2

Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos»3

Que vivimos «en un mundo herido» es una realidad constatable en todos los pueblos y en todas las etapas de la historia. Las «tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren»4, recogidas por el Concilio Vaticano II en el inolvidable y vibrante comienzo de Gaudium et spes, son en realidad tristezas y angustias de hoy y de siempre.

En gran parte de nuestro planeta, la herida supura sin descanso, noche y día, más allá o más acá de los vaivenes de la política, la economía, la vida social, etc. Cómo olvidar atropellos y sufrimientos que ya se han vueltos crónicos, muchas veces gracias a la connivencia, el silencio, el olvido y la indolencia de cuantos vivimos alejados de quienes los padecen. El hambre, la indigencia, la guerra, la persecución o la explotación no son cosa del pasado: siguen teniendo rostro concreto en tantos que están apaleados al borde de los caminos, por más que muchos pasemos de largo, apremiados por tantas urgencias que no lo son tanto, como vamos descubriendo aún sin remediarlo.

A estos rostros que quizá ya no nos sobrecogen como deberían se unen hoy otros que experimentan nuevas formas de injusticia, aflicción y desesperanza:
los afectados por la pandemia de la COVID-19, que se está cebando con los enfermos, los mayores y los más vulnerables; las víctimas de la degradación acelerada del planeta y de las catástrofes naturales, cada vez más violentas;
los inmigrantes y refugiados, que huyen por miles del horror y no terminan de encontrar comprensión y cobijo en nuestras posadas; 
las familias rotas y enfrentadas, devastadas por la incomunicación y sacudidas por la violencia; 
las personas que han sido abusadas y violentadas en su dignidad y en sus derechos fundamentales, también por quienes deberían haberlas protegido y defendido con mayor celo; 
las nuevas generaciones y los parados de todas las edades, que se ven desmoralizados e inermes en la búsqueda de una oportunidad o un trabajo que nunca llega, y un sinfín de seres humanos que sufren a nuestro lado.

En todos esos rostros descartados se miran y se sienten llamados los consagrados; en todas esas cunetas de nuestra sociedad encuentran a Cristo sediento, maltratado, abusado, extranjero, encarcelado; en todos esos abismos de la humanidad se arrodillan y se entregan, haciéndose prójimos de cada uno sin excepción. En su corazón misericordioso y misionero son parábola de la fraternidad humana.

Que la herida de este mundo no es definitiva ni será eterna también lo sabemos. La luz del Evangelio, que nos hermana como seres humanos en las llagas, también nos permite captar y cantar «los gozos y las esperanzas (…) de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren».
No porque asumamos una visión ingenua de la vida, sino porque la vida de los que creemos queda transfigurada por las heridas del Crucificado-Resucitado.

Así, como san Pablo, podemos proclamar sin descanso: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios de todo consuelo; él nos consuela en todas nuestras luchas, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios. Porque si es cierto que los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, también por Cristo rebosa nuestro consuelo» (1 Cor 2, 3-5).

Quienes son consagrados por el Señor para portar sus marcas en medio del mundo conocen las luchas y los dolores de la existencia en carne propia y ajena. Aprenden en la escuela de Cristo cómo acoger con profundidad y generosidad la fragilidad del día a día y el cáliz de angustia de las horas más amargas: las suyas y las de todos. Oran, piden y alaban al Dios de los pobres, que se compadece de sus hijos y los levanta hacia la Vida que no acaba.
 Con no poco sacrificio y mucha fe, tejen historias de vida común, paciencia y perdón allí donde otros siembran dispersión, furia y rencor; ensayan proyectos de misión compartida y fecunda allí donde otros prefieren trazar fronteras, abrir zanjas o levantar muros; procuran buscar y obedecer con libertad al Señor, que muestra el Camino, allí donde otros se abandonan a un individualismo ciego y desnortado; se atreven a elegir con alegría la pobreza y la sencillez del Señor, que encarna la Verdad, allí donde otros cabalgan a lomos del desenfreno y la avidez; sueñan con abrazar cabalmente el amor del Señor, que ensancha la Vida, allí donde otros se dejan arrastrar por la frivolidad y el orgullo.

En su corazón contemplativo y profético son parábola de la fraternidad divina.
Fraternidad divina que es humana; fraternidad humana que es divina.
Esta es la entraña parabólica de los hombres y mujeres que, en medio de innumerables desafíos, al borde del camino o en la posada, en el rincón más inhóspito de una barriada cualquiera o en el coro más bello de cualquier monasterio, se convierten en aceite y vino para las heridas del mundo, vendaje y hogar de la salud de Dios. 

Demos gracias a Dios por ellos y con ellos, tejedores de lazos samaritanos hacia dentro y hacia fuera. Y en ellos y con ellos escuchemos una vez más la voz de Jesucristo, Buen Samaritano, que nos envía: «Anda, entonces, y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).

Comisión Episcopal para la Vida Consagrada

1 Juan Pablo II, Mensaje para la primera Jornada de la Vida Consagrada (2.II.1995), n. 1. por otro lado, evoca la vocación y misión de las personas consagradas en la Iglesia y en la sociedad, como signo visible de la verdad última del Evangelio, de la llamada perenne de Jesucristo y de la cercanía del Padre para con cada ser humano.
2 Discurso en el encuentro ecuménico e interreligioso con los jóvenes, Skopie (7.V.2019).
3 Francisco, carta encíclica Fratelli tutti, sobre la fraternidad y la amistad social (3.X.2020), n. 8.
4 Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual (7.XII.1965), n. 1.


Testimonios
La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido

Vida religiosa
El mundo sangra por muchas heridas. Sin duda. La falta de encuentro, pese a que nunca hemos estado más comunicados. La polarización que se da en todos los ámbitos de la vida pública, de manera que deja a infinidad de personas en las tierras de nadie de la política, de la cultura, de la economía o de la religión. La desigualdad creciente, potenciada por una globalización que beneficia más a quienes tienen el control de barreras y fronteras. La soledad, herida incrustada en el alma de muchas personas. La tristeza, que unas veces viene unida a la falta de oportunidades y otras veces a la falta de motivos.

La pérdida del sentido trascendente de la existencia, en sociedades que han elegido negar a Dios. Y, junto a ello, la pérdida de profundidad de un presente que ha olvidado su historia. La injusticia que nace del egoísmo de quienes utilizan a los otros como peones en sus partidas. La creación misma está herida, en dinámicas que amenazan el futuro por vía de esquilmación y abuso de los recursos que deberíamos cuidar.

En medio de todo eso, la invitación a la fraternidad universal que acaba de hacer el papa Francisco en Fratelli tutti se convierte en la ruta trazada en un mapa. La fraternidad es una manera de relacionarse. Es comprender que hay algo que nos une a todos, por encima de diferencias y de muros. Es aspirar a una lógica que ayude a sanar las heridas. Y es también la consecuencia de sentirnos hijos de un mismo Dios. La fraternidad es una apuesta por bajar las barreras y abrirnos las puertas. Por conjugar el «nosotros» por encima del «yo». Por compartir más que acaparar.

En ese horizonte y en esa ruta, la vida consagrada aparece como un modelo de lo que la fraternidad puede ser. Y como una forma -no la única, pero sí una posible- de ayudar a sanar algunas de esas heridas que asolan el mundo. En un mundo que hace de la acumulación el trampolín hacia la inequidad y la exclusión, el voto de pobreza apunta a la libertad de no convertir la ambición en motor de la vida y las relaciones. En un mundo de amores extraños, soledades indeseadas y vínculos frágiles, el voto de castidad se convierte en promesa de comunidad, una forma de amar, la amistad puesta en el centro de la vida, y el camino hacia una fecundidad diferente. En un mundo de competitividad desatada, de muchos proyectos autosuficientes y de demasiadas vidas sin horizonte, el voto de obediencia apunta a una misión compartida, a un objetivo en el que se cree y que le da sentido a la vida, y a poner los propios talentos al servicio del reino; sabiendo que ninguno de nosotros vale para todo, pero todos valemos para algo, y cuando somos muchos los que sumamos talentos, la posibilidad de sembrar es mayor. Nuestra promesa de un «para siempre» es una declaración de confianza, un salto al vacío en el que la fe es nuestra fortaleza, y una apuesta por el mañana en sociedades demasiado esclavas del instante presente. Nuestra propia fragilidad es la respuesta a la exigencia contemporánea de perfecciones imposibles. Lo más débil y necio de este mundo lo sigue llamando Dios para formar parte de estas familias que ha ido formando.
José María Rodríguez Olaizola, sj


Vida contemplativa
Las contemplativas nos podemos ver reflejadas en la parábola del buen samaritano, justo en el momento en que este extranjero dejó al herido y se marchó.

Un día también nosotras dejamos este mundo herido y nos ocultamos en un claustro, pero no abandonamos a nuestros hermanos los hombres, porque, a través de la oración, presentamos al Señor el sufrimiento de la humanidad y le enviamos esas pequeñas limosnas de oración y sacrificio, pidiendo que los ayude.

«En el monasterio, a veces, soy yo la herida, el pecado me ha apaleado y me encuentro mal, he dicho palabras poco amables, me he quejado, he murmurado…». ¡Qué delicadeza la de mis hermanas para comprenderme, para ayudarme a sanar!

Otro día me tocará a mí hacerlo con ellas; con qué cuidado procuro vendarles las heridas, ocultarlas y disimular para que los demás no las vean, para evitar críticas; poner aceite de suavidad y vino de amor; disimular para que, después de la caída, no se sienta humillada, y pueda ir con el Mesonero divino para que la sane, mientras nos retiramos en silencio para seguir rezando por ella, seguras de que Él la va a cuidar mejor. Así, como el buen samaritano, llevamos las unas las cargas de las otras, ¡sabiendo que es a Jesús a quien se lo hacemos!

Estas son nuestras actitudes dentro del monasterio; sin ellas nuestra oración por el mundo herido sería ineficaz.
Sor María Begoña Sancho, vsm
Monasterio de la Visitación, Burgos


Institutos seculares: «Cantad al Señor un cántico nuevo…»

Así comencé mi primer día de formación en el Instituto Secular “Auxiliares de Jesús, Maestro Divino” y, hasta ahora, todos los días le canto con mucha dulzura un cántico nuevo con arpa de diez cuerdas para agradecerle que me ha llamado por mi nombre y elegido para hacer presente a Dios, como parábola de alegría y fraternidad, en su mundo que es el mío también, herido por el dolor y la prueba.

Soy suya. Estoy plenamente enamorada de Cristo y dispuesta a seguirle toda mi vida, la que me dé y a la que a Él me entrego, por ello, soy feliz y vivo con alegría en mi Instituto y con la acogida y apoyo de mis hermanas, los días de sol intenso, los que son nublados, los lluviosos, los que casi no se ve… Pero Dios es mi luz y mi Todo, me agarro con fuerza a Él y me sostiene en sus brazos.

Me alimenta con la oración. Me transforma cuando le adoro y le miro en la Custodia, cierro los ojos y… me pierdo… ¿Hasta dónde, Señor?
Me ama y le amo.
M.ª del Carmen Fernández Castillo
Instituto Secular “Auxiliares de Jesús Maestro Divino”

Orden de vírgenes: «Quiero seguir siendo, aunque solo sea una pizquita, amor de Jesús para el que sufre»

Recién ordenando mi vida en esta etapa —que pienso posiblemente sea la última—, me hago consciente de cómo Dios se hizo conmigo y cómo que consiguió girar 360 grados mi forma de ser, de pensar, de hacer… Desde que vine al mundo hasta el momento, a base de hacerme poco a poco aprender, a veces suavemente y otras a empujones.

Siempre fui una privilegiada y, como caracteriza mi impaciencia, nací bastante antes de tiempo y con tan poquísimo peso que mi madre, nada más nacer, prometió consagrarme a Él si me mantenía con vida…; y así fue

Soy la primera de cuatro hijos de humildes trabajadores, y desde que tengo recuerdo y soy consciente de mi existencia hablaba mucho con Él. No era ningún amigo invisible. Era algo y no yo, que diferenciaba distinto de mí y que me hablaba y daba respuestas a todas mis preguntas, interrogantes e inquietudes. Tanto mamá como mi profesora me decían que Dios me veía y sabía todo de mí y, como hermana mayor, debía dar ejemplo a los otros que me seguían y tenía alrededor. Aún recuerdo los compromisos personales al hacer la primera comunión, y a medida que iba creciendo y viéndole en los que me rodeaban.

Siempre quise ser lo más, la mejor, llegar a lo más alto. Porque quería estar a Su altura, me encelaba de los santos. Claro, que nunca llegaba… Y Él siempre escuchaba mis versiones de los hechos ocurridos, mis desastres, meteduras de pata.

Siempre fui consciente de su Presencia, de que lo sabía todo de mí; y sobre todo, de Su protección. ¡Pobre de mí! Nunca me sentí sola. Él lo llenaba todo. Cuando iba conociéndolo a base de lo que mis padres, familia y profesora me decían, me preguntaba: ¿cómo será Su rostro? Crecía así, salvando todo tipo de obstáculos, aunque me aterraba el sufrimiento. Nunca entendí por qué para vivir hay que morir. Mi Jesús en la cruz no lo terminaba de entender y menos de aceptar.

Mi curiosidad me llevo a estudiar Ciencias Puras y Biología, y también Teología. Aprendí que al Señor se le conoce estudiando, sí, pero a la vez orando. Él instruye y te muestra alrededor su gran Amor, y muchas veces a través del sufrimiento. En mi juventud, loca de amor por Él, quise gritarle al mundo todo lo que Él nos quiere; y en medio de mi vehemente locura, me acerqué a Él en el otro, y desde ahí Él me habló a través del sufrimiento del encarcelado; en la viuda sin trabajo y con once hijos; en el traficante muerto de un cañonazo en la garganta y en los hermanos pequeños comidos de sarna y varicela tumbados en la arena porque así “no quemaba tanto la fiebre”; en la joven que venía a casa sin sacarse el “por nacer” y no entraba… Comprendí que tanta injusticia, tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto horror son motivados por la libertad mal usada de los humanos, quebrantadora de la naturaleza entre los hombres y de todo cuento Dios puso en sus manos. Y a través de esos rostros el Señor me hizo ver la grandeza de ese Amor sin límites que brinda a todo ser humano. Y, mirando al otro, quise ser una pizquita de amor de Él para el que sufre; y desde entonces lo hago.

Soy virgen consagrada, una privilegiada como tantas otras, como yo, pertenecientes al Ordo virginum, en nuestras Iglesias particulares. Sin ser especial, me eligió Jesucristo para ser su discípula y, por su gran misericordia, me sigue enseñando y ayudando a vivir de Él y para Él la vida de austeridad, de sacrificio, de oración continúa ante el sagrario, con su Palabra y sacramentos; a la vez que infundiéndome su Amor y haciéndome cada vez más suya siguiéndole a donde quiera que Él esté, para volcarse en Amor hacia los otros a través de mí, como testigo de su cercanía evangélica en este mundo perdido, dolido,bv destrozado.
Ana M.ª Mesa Pérez, OVC
Diócesis de Cádiz y Ceuta


Nuevas Formas de Vida Consagrada

Frente al agobiante acoso de información negativa y pesimista que tiene encogido el corazón y la mente de gran parte de nuestra sociedad, dejemos resonar en nosotros la Palabra de Dios, siempre viva y eficaz que nos invita a la serenidad, a la paz y a la confianza en Él.

«Vuestra salvación está en convertiros y en tener calma, vuestra fuerza está en confiar y estar tranquilos» (Is 30, 15).

Pero es necesario que esta serenidad y esta paz sea testimoniada, sobre todo por quienes han sido llamados por Jesús para configurarse con Él hasta poder decir con el Apóstol: «Nosotros tenemos la mente de Cristo» (1 Cor 2, 16). Y es que solo contemplando desde la luz de Dios el mundo proyectaremos esa luz y seremos verdaderamente «luz del mundo» (Mt 5, 14), y solo así podremos sanar las heridas de un mundo enfermo, ante todo por el pecado, y sembrar la saludable alegría cristiana que brota del amor a Dios.

«Cuando encontré a Dios, llené todo el vacío que, en su ausencia, tenía mi corazón, y mi tristeza se me convirtió en gozo» (Madre Trinidad de la Santa Madre Iglesia). Alegría cristiana que ha de estar en el centro de la vida consagrada para «dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados» (Is 61, 1).
«¡Alegraos siempre en el Señor!» (Flp 4, 4).
Inmaculada Gómez
La Obra de la Iglesia


Nuestros hermanos y hermanas jóvenes

Entregar mi vida a Dios en el día a día me hace descubrir continuamente un nuevo Amor, capaz de unir el “mundo herido” con “la fraternidad”, el mismo Amor que une la muerte y la vida. Esta es la clave que sostiene mi vida como consagrada, junto a la de muchas hermanas: el seguimiento a Jesús resucitado, que da vida a lo que parece muerto.

Adorar al Señor cada día y, desde Él, contemplar este mundo herido en el que vivimos, me va enseñando el modo de ser transparencia. Suya en la realidad donde soy enviada: yendo al encuentro, viviendo expuesta y disponible, escuchando, ofreciendo oportunidad, perdonando, acogiendo… Siendo así instrumento de Su amor, de reparación, en otras vidas. Este seguimiento no me hace vivir exenta de dificultades, pero sí soy llamada a vivirlas con sentido y esperanza.

Mirar a Jesús, a todo lo que habita en Su Corazón, hace que sea consciente de que también el dolor está unido al amor, como la vida está unida a la muerte. Por lo que amar al prójimo me lleva a sufrir cuando le veo sufrir y a desear ocuparme de él como Jesús se ocupó de cada enfermo o marginado. Ojalá que nuestra vida en comunidad y nuestra misión en el mundo, con cada persona, sea parábola de la vida de Jesús, por acercar a cada persona a Él, a Su amor, simplemente haciendo el bien, entregando los dones recibidos.
Bea Santos, aci
Juniora Esclavas del S.C.


De pequeño quería ser un superhéroe. 
Llevar una vida fascinante llena de aventuras sin miedo a entregar la vida. Conquistar mundos inalcanzables y soñar con metas inimaginables. Han pasado algunos años, y todavía hoy quiero serlo. Sé que no tengo capacidades extraordinarias, pero sueño con dar mi vida por amor, sin guardarme nada.

Quiero ser un héroe del alma grande. Del corazón inmenso. Vivir anclado en Dios. Pero no camino solo. Un día cosí mi querer al de otros hombres a los que Dios suscitó el mismo deseo. Y juntos gritamos a Dios para que nos escuche. Y gritamos al hombre para que le busque. Soñamos con un mundo más humano a nuestro alrededor. Con un mundo más de Dios. Con levantar puentes en medio de vidas rotas y construir caminos de paz mientras el mundo viaja a la deriva perdido en mil batallas. Con dejar que Dios se abra paso en los límites de nuestra carne y que toque el mundo a través de nuestras manos.
Y de nuestras voces.
Héroes cotidianos que no pierden la esperanza. Que la siembran en cada desierto que encuentran. Héroes que aman con ternura. Que aman consolando. Héroes que sueñan con devolver la alegría a los rostros llenos de amargura. Con levantar a hombres caídos. Con hacer del corazón un hogar en el que otros echen raíces. Un lugar donde resuenen voces, nombres e historias. Las de aquellos que Dios nos ha confiado. Monjes de barro y cielo en medio de un mundo herido. Siempre en silencio. Siempre a la escucha.
Fray Ángel Abarca Alonso, OSB
Monje benedictino (en formación)
Monasterio de Silos

Textos  del  Magisterio

Momento extraordinario de oración en tiempos
de epidemia presidido por el santo padre Francisco
Atrio de la basílica de San Pedro
Viernes, 27 de marzo de 2020 (extracto)

«Al atardecer» (Mc 4, 35). Así comienza el evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa.

Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: «perecemos» (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos.

Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde.

Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos. «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: «Despierta, Señor».

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: «Convertíos», «volved a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás.

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor.

En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42, 3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza (…).

¡Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones!. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28, 5). Y nosotros, junto con Pedro, «descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas» (cf. 1 Pe 5, 7).


Algunos textos selectos 
del papa Francisco

«Nuestros fundadores han sido movidos por el Espíritu y no han tenido miedo de ensuciarse las manos con la vida cotidiana, con los problemas de la gente, recorriendo con coraje las periferias geográficas y existenciales. No se detuvieron ante los obstáculos y las incomprensiones de los demás, porque mantuvieron en el corazón el estupor por el encuentro con Cristo. No han domesticado la gracia del Evangelio; han tenido siempre en el corazón una sana inquietud por el Señor, un deseo vehemente de llevarlo a los demás, como han hecho María y José en el templo. También hoy nosotros estamos llamados a realizar elecciones proféticas y valientes».
Homilía en la Fiesta de la Presentación del Señor,
XX Jornada Mundial de la Vida Consagrada (2.II.2016).

«Hoy, muchos ven en los demás solo obstáculos y complicaciones. Se necesitan miradas que busquen al prójimo, que acerquen al que está lejos. Los religiosos y las religiosas, hombres y mujeres que viven para imitar a Jesús, están llamados a introducir en el mundo su misma mirada, la mirada de la compasión, la mirada que va en busca de los alejados; que no condena, sino que anima, libera, consuela, la mirada de la compasión. Es ese estribillo del Evangelio, que hablando de Jesús repite frecuentemente: “se compadeció”. Es Jesús que se inclina hacia cada uno de nosotros».
Homilía en la Fiesta de la Presentación del Señor, XXIV Jornada Mundial de la Vida Consagrada (2.II.2020).

«Hay dos tipos de personas: las que se hacen cargo del dolor y las que pasan de largo; las que se inclinan reconociendo al caído y las que distraen su mirada y aceleran el paso. En efecto, nuestras múltiples máscaras, nuestras etiquetas y nuestros disfraces se caen: es la hora de la verdad. ¿Nos inclinaremos para tocar y curar las heridas de los otros? ¿Nos inclinaremos para cargarnos al hombro unos a otros? Este es el desafío presente, al que no hemos de tenerle miedo. En los momentos de crisis la opción se vuelve acuciante: podríamos decir que, en este momento, todo el que no es salteador o todo el que no pasa de largo, o bien está herido o está poniendo sobre sus hombros a algún herido».
Carta encíclica Fratelli tutti, n. 70.

«¿Qué es la ternura? Es el amor que se hacecercano y concreto. Es un movimiento que procede del corazón y llega a los ojos, a los oídos, a las manos. (…) La ternura es el camino que han recorrido los hombres y las mujeres más valientes y fuertes».
Carta encíclica Fratelli tutti, n. 194

«Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!».
Exhort. Apost. Evangelii gaudium, n. 274

«No se pierde ninguno de los trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de las preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida».
Exhort. Apost. Evangelii gaudium, n. 279

«Todos somos conscientes de la transformación multicultural por la que atravesamos (…). De ahí la importancia de que el consagrado y la consagrada estén insertos con Jesús, en la vida, en el corazón de estas grandes transformaciones. (…) Poner a Jesús en medio de su pueblo es tener un corazón contemplativo capaz de discernir cómo Dios va caminando por las calles de nuestras ciudades, de nuestros pueblos, en nuestros barrios. Poner a Jesús en medio de su pueblo, es asumir y querer ayudar a cargar la cruz de nuestros hermanos. Es querer tocar las llagas de Jesús en las llagas del mundo, que está herido y anhela, y pide resucitar. Ponernos con Jesús en medio de su pueblo. No como voluntaristas de la fe, sino como hombres y mujeres que somos continuamente perdonados, hombres y mujeres ungidos en el bautismo para compartir esa unción y el consuelo de Dios con los demás».
Homilía (2.II.2017)

«La existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro».
Carta encíclica Fratelli tutti, n. 66

«Hemos sido hechos para la plenitud que solo se alcanza en el amor. No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede a un costado de la vida. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano. Eso es dignidad».
Carta encíclica Fratelli tutti, n. 68

«Amar al más insignificante de los seres humanos como a un hermano, como si no hubiera más que él en el mundo, no es perder el tiempo».
Carta encíclica Fratelli tutti, n. 193


Oración

Señor Jesús,
vuelve a enseñarnos a decir Padre nuestro,
para que nuestras vidas entregadas y al servicio
respondan cada día
al encargo de la mañana de Pascua:
«Id y decid a mis hermanos».

Envíanos tu Espíritu,
para romper las barreras que nos atan
y empeñarnos en la construcción
del sueño de una nueva fraternidad,
que nuestras vidas sean signos proféticos,
que derraman lo mejor de sí,
para que este «mundo herido»
recupere la savia del amor sincero,
la alegría de que todos somos necesarios,
la esperanza de que Tú nos precedes
y habitas en medio del dolor
y los sinsabores de tantas injusticias.

Ayúdanos a poner los ojos en ti
el Buen Samaritano,
para hacernos cargo y caminar humildemente
a tu lado como «hermanos y hermanas» de todos.

Comisión Episcopal
para la Vida Consagrada
Añastro, 1 · 28033 Madrid
Atelier Saint Jean Damascène
vidaconsagrada@conferenciaepiscopal.es

Subsidio   litúrgico

XXV JORNADA MUNDIAL DE LA
VIDA CONSAGRADA 2021

Fiesta de la Presentación del Señor
2 de febrero de 2021

Monición inicial
Queridos hermanos todos. 
Celebramos hoy en la Iglesia la fiesta de la Presentación del Niño Jesús. María y José, fieles a la tradición de su pueblo, entran en el Templo con su Hijo a los 40 días de su nacimiento. Del mismo modo, también nosotros, 40 días después de la Navidad, somos llevados y presentados por nuestra Madre la Iglesia ante el Dios vivo y verdadero.

 Tradicionalmente se celebra en este día la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, cuyo lema para este año, «La vida consagrada, parábola de fraternidad para un mundo herido», nos hace presente la urgente necesidad que tiene nuestro mundo de mostrar la fraternidad como un bálsamo en medio de tantas divisiones y de tanto dolor producido por las rupturas y las discordias. La fraternidad es medicina para la soledad, la tristeza y para cualquier sufrimiento.

Estamos inmersos en una pandemia que ha mostrado con toda su crudeza la vulnerabilidad del ser humano. El dolor y la incertidumbre se han adueñado de muchos corazones. Hoy, la vida consagrada quiere recordarnos que todos somos hermanos y que todos estamos convocados a la ayuda mutua y al apoyo recíproco sin desentendernos de nadie.
Que esta celebración, por la escucha de la Palabra de Dios y el sacramento de la eucaristía, nos recuerde vivamente a todos la esencia de nuestra vocación consagrada: ser ofrenda generosa al Señor para nuestro mundo sufriente.
Presididos por el obispo de nuestra diócesis renovamos la elección de Dios y salgamos con la luz del Evangelio al encuentro del Señor y de nuestros hermanos que sufren.

Renovación de la consagración
[Acabada la homilía, los miembros de los Institutos de Vida Consagrada renuevan su consagración en el seguimiento de Cristo y en la misión de la Iglesia.]

El celebrante:
Hermanos y hermanas:
En esta fiesta de la Presentación de Jesús en el templo, os invito a todos a agradecer conmigo al Señor el don de la vida consagrada que el Espíritu ha suscitado en la Iglesia. Vosotros, aquí presentes, consagrados al servicio de Dios, en una gran variedad de vocaciones eclesiales, renováis vuestro compromiso de seguir a Cristo obediente, pobre y casto, para que, por medio de vuestro testimonio evangélico, la presencia de Cristo Señor, luz de los pueblos, resplandezca en la Iglesia, e ilumine al mundo.

(Todos oran en silencio durante algún tiempo)

El celebrante:
Bendito seas, Señor, porque en tu bondad, siempre has llamado a hombres y mujeres para ser en la Iglesia signo del seguimiento radical de Cristo, testimonio vivo del Evangelio y profecía del Reino.
Cantor: Gloria a Ti, por los siglos.
Asamblea: Gloria a Ti, por los siglos.

Lector 1
Te glorificamos, Padre, y te bendecimos, porque en Jesucristo, tu Hijo, nos has dado la imagen perfecta del servidor obediente: Él hizo de tu voluntad su alimento, del servicio la norma de vida, del amor la ley suprema del Reino.

Renovamos hoy la búsqueda constante de tu voluntad de amor para caminar en la comunión contigo y con nuestros hermanos.

Asamblea: Gloria a Ti, por los siglos.

Lector 2
Te glorificamos, Padre, y te bendecimos, porque en Jesucristo, nuestro hermano, nos has dado el ejemplo más grande de la entrega de sí: Él, que era rico, por nosotros se hizo pobre, proclamó bienaventurados a los que tienen espíritu de pobre y abrió a los pequeños los tesoros del Reino. Renovamos hoy nuestro empeño de vivir con sobriedad y austeridad, de vencer el ansia de la posesión con el gozo de la entrega, de utilizar los bienes del mundo por la causa del Evangelio y la promoción del hombre.

Asamblea: Gloria a Ti, por los siglos.

Lector 3
Te glorificamos, Padre, y te bendecimos, porque en Jesucristo, hijo de la Virgen Madre, nos diste un modelo supremo de amor consagrado: Él, Cordero inocente, vivió amando y murió perdonando; y así nos abrió las puertas del Reino.
Felices renovamos hoy nuestro compromiso de vivir el celibato en castidad y pureza, entregados al amor a ti, en fraternidad y misión evangelizadora. Asamblea: Gloria a Ti, por los siglos.

El celebrante
Mira bondadoso, Señor, a estos hijos tuyos y a estas hijas tuyas; y te rogamos que firmes en la fe y alegres en la esperanza, sean, por tu gracia, un reflejo de tu luz, instrumentos del Espíritu de paz, parábola de fraternidad para nuestro mundo herido, prolongación en la historia de la presencia de Cristo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

Asamblea: (Cantando)
Amén, amén, amén.

Preces
— Por la Iglesia, luz de Cristo en medio del mundo, para que ilumine los pasos de los que buscan sinceramente. 
Roguemos al Señor.
— Por los que rigen los destinos de los pueblos, para que su gestión dé frutos
de justicia y de paz. 
Roguemos al Señor
— Por los enfermos y todos los que sufren, para que confíen en quien ha pasado la prueba del dolor y puede auxiliar a los que pasan por ella. 
Roguemos al Señor.
— Por las madres de familia, para que reciban el honor y la gratitud que merecen. 
Roguemos al Señor
— Por todos los jóvenes, para que respondan generosamente a la llamada de Cristo acogiendo en su corazón la radicalidad del mensaje evangélico. 
Roguemos al Señor
— Por los religiosos, los miembros de institutos seculares, las sociedades de vida apostólica, las nuevas formas de vida consagrada, por el orden de las vírgenes y la vida contemplativa, para que del encuentro con Cristo reciban los frutos de santidad que muestren al mundo el Amor de Dios.
Roguemos al Señor
— Por todas las familias, elegidas por Dios para transmitir la fe a la próxima generación, para que, impulsadas por la fuerza del Espíritu y el amor de Jesús, puedan ejercer su misión en libertad y fidelidad. 
Roguemos al Señor
— Por quienes estamos participando en esta celebración de acción de gracias por la vida consagrada, seamos verdadera parábola de fraternidad para nuestro mundo herido, y demos en toda ocasión testimonio del amor de Cristo. 
Roguemos al Señor